Quisiera terminar con
un llamado a los Doctores. Dicen que no sabemos nada, que somos
el atraso, que nos han de cambiar la
cabeza por otra mejor. Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros,
doctores que se reproducen en nuestra
misma tierra, que aquí engordan o que
se vuelven amarillos.
Saca tu larga vista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes.
Quinientas flores de papas distintas
crecen en los balcones de los abismos
que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra
en que la noche y el oro, la plata y el
día se mezclan. Esas quinientas flores,
son mis sesos, mi carne. Pon en marcha tu helicóptero y sube
aquí, si puedes. Las plumas de los cóndores, de los pequeños pájaros se han
convertido en arco iris y alumbran.
Las cien flores de la quinua que sembré
en las cumbres hierven al sol en colores, en flor se ha convertido la negra
ala del cóndor y de las aves pequeñas. Es el mediodía; estoy junto a las
montañas sagradas: la gran nieve con
lampos amarillos, con manchas rojizas,
lanzan su luz a los cielos. En esta fría
tierra, siembro quinua de cien colores,
de cien clases, de semilla poderosa. Los
cien colores son también mi alma, mis
infaltables ojos.
Ninguna máquina difícil hizo lo que
sé, lo que sufro, lo que gozar del mundo gozo. Sobre la tierra, desde la nieve
que rompe los huesos hasta el fuego de
las quebradas, delante del cielo, con su
voluntad y con mis fuerzas hicimos
todo eso. No huyas de mí, doctor, acércate. Mírame bien, reconóceme. ¿Hasta
cuándo he de esperarte?
No ayudes a afilar esa máquina contra
mí, acércate, deja que te conozca, mira
detenidamente mi rostro, mis venas, el
viento que va de mi tierra a la tuya es
el mismo; el mismo viento que respiramos; la tierra en que tus máquinas, tus
libros y tus flores cuentas, baja de la
mía, mejorada, amansada.
¿Es que ya no vale nada el mundo,
hermanito doctor? No contestes que no
vale. Más grande que mi fuerza en miles de años aprendida; que los músculos
de mi cuello en miles de meses; en
miles de años fortalecidos, es la vida,
la eterna vida mía, el mundo que no
descansa, que crea sin fatiga; que pare
y forma como el tiempo, sin fin y sin
principio.
Algunas partes del poema de José María
Arguedas publicado el 10 de julio 1966 por
El Comercio en Lima.
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